Uno tiene ciertos recuerdos
de la infancia que no se borran. No sé el proceso por el que unos se eliminan
-los que más- y otros perduran -los menos-. No recuerdo casi nada que empiece
por un: “¿te acuerdas hijo aquel día en el 92 en que…?”. A veces pienso que he
nacido con 15 años. Si no fuera por ciertos recuerdos aislados, como algunos de
Sepúlveda, algunos de San Sebastián, algunos del colegio y poco más. Uno de los
recuerdos que tengo es del verano en nos fuimos de vacaciones a la montaña
Palentina, cerca del Espigüete. Desde entonces, no había vuelto allí. Bien por
estar escondido desde Madrid, bien porque uno intenta mirar más hacia arriba,
cometiendo el error de olvidar montañas tan bonitas como la anterior o el
Curavacas (2520m). Así pues, ya tocaba, con lo que enfilamos la carretera rumbo
a Camporredondo de Alba, al pie del Espigüete. El plan era sencillo: Curavacas
el sábado y Espigüete el domingo. Claro, con mi forma física. Nos
envalentonamos, como siempre, y dijimos: “¿a qué no hay huevos y los hacemos
seguidos?” Bien, ya seguiremos con esto.
Llegamos no sin
apuros, ya que allí los coches deben ser un bien escaso. Entre las vacas tras
cada curva de la carretera del pantano –no podían ponerse en una recta para
verlas bien, no- y las viejas andarinas que van por todo el medio de la
carretera –también en curvas- y los perros que deciden aprovechar una sombrica
en la carretera…no sabíamos si llegaríamos sin atropellar a nadie. Una vez
allí, sin incidentes nos fuimos a hacer la tarea habitual de una tarde pre o
post montaña: beber cerveza. Hay que integrarse con la gente del pueblo. Allí,
al lado de un oso-perro muy mimoso, nos tomamos unas cervecitas. ¿Cuántas?
Bueno, las justas. Ni más ni menos de las que nos entraban. Luego cenita y pa
la cama, como niños buenos.
Nos levantamos pronto, a las
6.30, pero remoloneamos un poco. Yo no amanecí sobrado de energía, y algo me
decía que eso no tenía buena pinta. Desayunamos en un hotelito a medio camino
de Vidrieros y en seguida nos vimos ya aparcados, con la mochila a cuestas enfilando
la salida del pueblo. Qué pereza empezar a andar, pero el paisaje compensa.
Adelantamos a los primeros domingueros que estaban a puntito de salir, y
seguimos el camino sin posibilidad de pérdida. La primera parte me dejó medio
muerto, y eso que era caminito normal, pero supuse que era lo típico de los
comienzos. Hasta que entro en calor, tardo. Las primeras rampas son duras. Y
las segundas y las terceras. Y lo peor es el terreno, que no es nada cómodo:
piedras sueltas que agarran bastante poco y te hace la subida un coñazo del 15.
Además, se confirmó que me encontraba en un estado deplorable y sufrí más que en un 8mil. Joder qué sudada.
Si me ponen un cubo debajo, lo lleno 7 veces. Cada 4 pasos me paraba y me
preguntaba por qué demonios estaba ahí, si estaba fatal. De hecho, pensé que no
llegaría a la cima. Una sensación rara. Miguel, intentaba animarme, con escaso
resultado. Sólo funcionó el: “si quieres nos damos la vuelta tío”. Y mi
respuesta fue: “y un huevo. Si yo paro, tú no subes. Así que yo subo”.
Amos hombre, me voy a dar
la vuelta…ni de broma. Por fin, tras resoplidos varios, un poco de energía en forma
de barrita y de juramentos en hebreo por las puñeteras piedras, llegamos a la
roca tras la que se esconde el último tramo de subida: el bueno. Digo el bueno
porque ahí sí era entretenido, ya que había que trepar continuamente, y con
buenos agarres siempre. Cómodo y divertido. Se me pasó la mala leche que tenía.
Llegamos al paso que da acceso a la cara Norte, y rápidamente en la cima (casi
me da un tirón en los cuádriceps justo arriba, qué penica). Foto, aire y, sobre
todo FUET. Sí amigos, la última vez lo olvidamos, pero ésta no.
Desde arriba, los Picos de
Europa aparecían como grandes montañas al Norte, el Espigüete metía miedo al
oeste y al sur, el valle por el que habíamos venido y el pantano de Cardaño. En
ese momento ya estaba seguro de que el domingo sería imposible que yo hiciera
nada. Con un estado de forma lamentable y el dolor que tenía en las piernas, no
merece la pena intentar nada. Es sufrir sin necesidad. Bajamos, no sin apuros y
caídas, pero nada reseñable. Bueno sí, nos cruzamos con una chica bastante
interesante… ¡Y no nos caímos! Vamos mejorando. No obstante, Miguel sintiendo
el peligro, se alejaba de mí por si rodaba y le arrollaba. Más vale prevenir
que llamar a la grúa para que nos levante. El resto fácil: pal pueblo, ducha,
recogimos, y a Valladolid a cervecear y copetear. Es una bonita manera de
terminar un viaje a una zona olvidad que bien merece otra visita. Quizá
invernal, si nos atrevemos. Siguiente plan: curso de aristas o Veleta y
Mulhacén, en Octubre. Espero estar menos tocino para entonces.