Lo primero que uno hace
allí es intentar sacarse la foto para el visado. No hay problema porque te
cobran en dólares o euros, pero hay que ver al artista. La cabina en la que te
sientas huele a cerrado, eso es obvio. Un poquito de aire no le vendría mal. Te
sientas y el tipo apunta con la cámara y, mientras tú miras el origen del olor
a cerrado, él te saca la foto y la imprime a traición sin avisarte. Resultado
final: sales mirando a un lateral con cara de mendrugo y con eso te vas a la
cola del visado. Empezamos bien. Luego que mis amigos dicen que tengo
pose...hay que joderse.
Las colas para el visado
están ordenadas por la duración del mismo: hasta 10 días, hasta 30 días y hasta
90 días. Como podéis imaginar, los dos aviones que aterrizaron llevaban dos
millones de personas con intención de estar más de 10 días y menos de 90. Vamos,
en nuestra cola. Ahí, dos funcionarios se afanaban en dar los visados mientras
los de las colas adyacentes se aplicaban con el candy crush, el tetris o
cualquier cosa que pudieran hacer con tal de no trabajar. Total, para qué van a
echar un cable a los de la lado y que así podamos salir del aeropuerto antes de
dos horas... Dos horas después conseguimos atravesar el puesto con nuestro
orgulloso sello en el pasaporte. Ahora quedaba la otra preocupación: dos horas
nuestras mochilas por ahí tiradas sin atención ni cariño. Pero no,
sorprendentemente ahí estaban. No sólo eso, es que además antes de salir nos
miraron las etiquetas para comprobar que eran las nuestras. Quién lo iba a
decir.
Esto en cuanto al
aeropuerto internacional. Y aún quedaba la terminal local para el vuelo a
Lukla. Pasamos unas cuantas horitas allí y vaya tela. Era la sala de
espera del rodaje de una peli snaff. Y lo malo es que las fotos que hicimos
muestran un lugar hasta limpio. Ver para creer. El sitio era una cochambre,
como toda la ciudad. Salvo el medio cuadrado sagrado con un buda Lo limpiaban
cada 15 minutos, cuerdas de separación incluidas. Ahora, al baño ni se
acercaban. Madre mía qué olor…¡pa morilse! Como si no fuera suficiente esperar
hasta 6 horas a que nos metieran en una avioneta infernal.
Lo único bueno de ese
aeropuerto eran las dos chicas de la tienda de Yeti Airlines. Las dos únicas
nepalíes guapas. Y vaya si lo eran. Y altas, toda una novedad. Porque aparte de
oler a cerrado, son bajitos.
Eso sí, esta gente se toma
en serio los vuelos. El primer intento, fallido por el tiempo, de volar a Lukla
nos llevaba en una avioneta para unas 15 personas, pero aún así, teníamos tripulación.
Y me refiero a azafata. Lástima no haber despegado ese día, porque el siguiente
era una avioneta para 10 y teníamos las mochilas entre los asientos. Qué
cacharro. Lo mejor fue esperar al pie de la avioneta mientas un tipo con cara
de ingeniero aeroespacial –es decir, de vendedor de flautas en las calles de
Thamel- coge unos alicates y se pone a cortar un trozo de metal que cuelga de
la aleta trasera. La cara de Miguel –controlador aéreo- y la de nuestro luego
amigo neocelandés –también controlador aéreo- eran un poema. Hasta le
preguntaron qué hacía. El tipo se reía. Y yo, yo prefería alquilar un yal que
subirme ahí. Pero no hablamos del vuelo, sino del aeropuerto. Y es un mundo en
sí mismo. Por supuesto, hay unas tres mil quinientas personas esperando cogerte
la maleta, llevarte el carrito, llevarte en taxi, llevarte al taxi, peinarte,
pintarte las uñas y cualquier cosa que se les ocurra para sacarse unas rupias.
Rupias Nepalíes, ojo. La única manera de librarte de toda esa gente es ir con
un local que les ahuyente. Nosotros llevábamos a nuestro amigo Dawa. Al irnos,
aparte de darnos el pañuelo típico, nos buscó al gorrilla oficial que no nos
timaba, nos dejó en la parte del aeropuerto adecuada para evitar colas y
problemas y casi nos metió en el avión y nos arropó. Un tipo genial que sabe
que su aeropuerto es un inferno.
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