El alpinista es quién conduce su cuerpo allá dónde un día sus ojos lo soñaron
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Gaston Rébuffat

jueves, 10 de abril de 2014

El baño, ese espanto nocturno



Algo se mueve en el saco de al lado. Sabes que es el otro porque hace tiempo que deseas que se mueva. Tú, llevas varias horas quieto mirando un punto fijo. Son las 2 AM y el vaho se ve en la oscuridad. Cada respiración se clava un poco en tu interior. La ventana hace tiempo que se congeló. Es la hora, está dentro del intervalo habitual. Aproximadamente a esta hora, cada día, uno de los dos gusanos necesita salir de su crisálida para ir al baño. Los gusanos tenemos necesidades. Además, conectadas. Basta el despertar agónico de uno de los dos para que el otro suspire aliviado: en cuanto vea que no muere de camino, me animo yo.
Un saco es un envoltorio, no tiene mucho espacio. Si lo llenas de ropa para que a la mañana siguiente no esté congelada, aún queda menos hueco para convertirse en mariposa. Prepararse para ir al baño es mucho más cansado que ir, y mucho más traumático. La ropa está caliente, pero…¿cómo te la pones? Ese momento en el que abres la cremallera y sacas la primera pierna es como dejar que Iceman te pegue un lametazo en la nuca. Te vistes a toda leche y tiritas. Te pones el abrigo y dices: “conseguido” ¡JA! Aún queda atravesar la cámara frigorífica conocida como pasillo, abrir la siniestra puerta iluminada por la tenue luz de tu frontal y contemplar el desolador panorama. Hace tiempo tuve un cartel en la puerta de mi habitación que rezaba: “vous entrez ici aux risque et péril”. Probablemente esté mal escrito, pero dice, básicamente: “tú mismo, machote”. Tienes varias opciones posibles tras la puerta oscura y silenciosa. Puedes encontrar una taza de váter o un agujero en el suelo. Parece evidente que uno prefiere la primera opción, pero amigo, no te adelantes. Y, si el desagüe no funciona y tienes la taza casi llena de un líquido que mezcla todos los marrones posibles sin ninguna posibilidad de que eso trague, ¿no preferirías el agujero? Será incómodo, pero al menos no te salpican las gotitas en las piernas. Eso puede contener macrobios, directamente. La cisterna es, así mismo, inútil. En su lugar se pone un barril de plástico azul lleno de agua (casi siempre congelada) y una jarrita oxidada para verterla sobre el asqueroso baño. Pero da por seguro que si te cortas con el borde de la jarra, mueres irremediablemente en el acto. Creo que tu amigo, cómodamente en la crisálida esperando tu regreso, moriría un segundo después que tú. He ahí la rapidez de la enfermedad mortífera.
Aún así, tu espíritu de Miguel-de-la-Cuadra te dice que hay que ser higiénico e intentar rebajar el tono marrón del agüilla que queda ahí. Al menos, el siguiente valiente - tu amigo – puede que tenga una arcada menos. En estos momentos me acuerdo de Kharkateng: esa cabaña de yaks a 4000m camino del Zwatra La en la que casi muero con mi gastroenteritis. Allí el baño era al aire libre, sin agujero, sin líquido marrón, sin cadena y sin papel. Sí, el monte es testigo de atrocidades. Cuando alguien dice al volver de un viaje que le marca “una parte de mí se ha quedado allí”, no sabe realmente lo que dice. Yo sí que he dejado una parte de mí en mi viaje. O dos. 

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